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Magdalena Chocolate

 

Aquella noche la luna estaba henchida, plena, como de alumbramiento, y rompía la rutina del cielo negro, enlazándose  en armonía con las estrellas, que parecían guarnecerla en la soledad, como en una especie de  acompañamiento anónimo.

En la sala no cabía un alfiler. Gentes venidas desde lugares lejanos acometían nerviosas la búsqueda de sus respectivos asientos, que estaban alineados frente a un escenario presidido por una gran mesa. Las butacas eran de terciopelo rojo y éste, se encontraba fijado a la estructura de madera con fabulosos apliques dorados. El techo, esmerilado, se remataba en el centro con una lámpara infinita de brillos interminables, que se desparramaban por la sala, rebosándola de luz.

La sala de subastas no era excesivamente grande, fundamentalmente porque los pujantes nunca eran excesivos en número. Sólo se podía participar en ellas si se había recibido una invitación directamente manuscrita por la propia Madame Fontaine.

Madame Fontaine nunca imprimía sus invitaciones de modo genérico.

Pensaba que, haciéndolas manuscritas, trasladaba al invitado cierta parte de su cuidado, de su respeto, de su manera de ser, tan singular y única como cada una de sus cartas, tan genial e inverosímil, como su inagotable sonrisa color violeta.

Madame Fontaine era quien seleccionaba para cada ocasión a los invitados con una minuciosidad y una dedicación infinitas.  En función de qué lotes  fueran a ser subastados se preocupaba por encontrar en los gustos, en las aficiones íntimas de sus invitados, algún tipo de interés para garantizar el éxito de la propia subasta.

Nunca dejó de fascinarla la deleznable exhuberancia de la codicia, tan inmediata, tan  cercana en esa sala, tan ostensible,  como las miradas llenas de opulenta avaricia de los que se postulaban. El estímulo de poseer algo de un modo privativo, único, sigue ejerciendo en la generalidad de los seres humanos un embrujo casi místico, despreciable.

A la subasta de esta noche acudía, por primera vez, Madelaine, la reina de París, la heredera del imperio textil más importante de toda Europa.  Había sido invitada a las diferentes subastas muchas veces, pero otras tantas había rehusado, con la mayor cordialidad y respeto, la invitación, haciendo gala de una perfecta displicencia.

Madelaine  manifestaba una reposada timidez que, casi sin darse cuenta, mezclaba con una procaz sonrisa, purpúrea.

Se habían despachado al menos 5 lotes de objetos. Todos ellos tenían en común pertenecer a la primera mitad del siglo XX, al periodo de entreguerras.

Madelaine estaba inquieta. Había asistido a las primeras pujas observando tan sólo los coléricos reproches de aquellos que, después de haber intentado adjudicarse alguno de los lotes, resultaron finalmente perdedores

De repente, en la sala, se apagaron la mitad de las luces. La luminosidad se apaciguó, y un operario colocó en el centro, ante la mirada expectante de los invitados, un objeto cubierto con un pañuelo de seda negro, transportado en un mueble de caoba.

En un ademán inesperado descubrió la figura, y pudo entonces escucharse un murmullo en la platea.

A la vista de todos un frasco de cristal de Murano, el último tallado por el maestro veneciano Roberto Pavía.

Los ojos de Madelaine se afilaron, apretó vigorosamente el abanico que, recogido sobre su vientre, la había ayudado a mitigar el calor de la sala, y susurró por primera vez la suma que estaba dispuesta a pagar por la figura, 1000 francos.

Era una gran suma en relación al valor que se le atribuía con carácter previo a esa obra, máxime cuando el precio de salida era de 500 francos. Madelaine pensaba que, de este modo, se aseguraría la posesión de la misma.

Pero nada es sencillo a priori cuando en tan poco espacio se reúnen tantas gentes para quienes las posesiones, las pertenencias, la ostentación, no significan lo mismo que para el resto. Ellos pujan por fama, por prestigio, por soberbia…..

Lautrec elevó inmediatamente la puja a 1.500 francos. Ávido de la fama que le negaron sus negocios pensaba ocupar alguna columna en un importante periódico venciendo, aunque sólo fuese en una subasta, a la todo-poderosa Madelaine. Pensaba que su determinación derrotaría la voluntad de Madelaine, supuso que, aunque con menor capacidad económica, Madelaine rebatiría el duelo pero, sin embargo, Madelaine había acudido esa noche a por aquella pieza y la iba a obtener, costase lo que costase.

Después de casi 25 minutos de tensión, por fín, Madelaine se adjudicó la figura.

Lautrec estaba abatido, había incluso porfiado y empeñado todos los inmuebles que aún tenía en su poder, pero Madelaine, estuvo siempre decidida a hacerse con aquel frasco de cristal.

Al marcharse recogió su abanico, se colocó adecuadamente la pamela y comenzó a abandonar el lugar caminando sobre una moqueta color amapola.

Antes de abandonar definitivamente la casa de subastas Lautrec la detuvo, la sugirió con un caballeroso gesto que esperara tan sólo un instante y ambos se colocaron en una esquina del pórtico de salida. Fue entonces cuando él la preguntó, porqué?.

Ella clavó sus ojos en los suyos, con la fiereza y la convicción de quien no cambiaría por nada del mundo el trofeo conseguido.

“Lautrec, contestó ella, ha pujado de modo notable, ha arriesgado, ha comprometido su patrimonio, pero los principios que le inspiraban, y los que me alentaban a mí, eran distintos.

De niña me crié en un pequeño pueblo a las afueras de Limoges. Mi padre construyó allí dos telares, y poco a poco, la calidad de la producción, el mimo, el diseño….hicieron que su artesanía tuviera fama internacional. Abrió después una fabrica más en el pueblo, y otras tantas por el resto del mundo.

Pocos días antes de su muerte, repentina, fui con él a montar en un trineo, instalado en el antiguo carrusel de madera, policromado, circense, donde estaban todos los sueños que yo, de niña, era capaz de imaginar.

El sabía que una tarde perfecta, para mí, era caminar por la dehesa, montarme en el trineo de madera de mi carrusel y mojar mis labios con el chocolate que cubría unas magníficas galletas de mantequilla que hacían en el acto en un gran kiosco lacado de blanco, al lado de la fuente.

Aquella tarde, la última que estuve con él, llevaba entre las manos una figura de cristal que un amigo suyo le había regalado, al parecer, de gran valor.

Mi padre quitó el tapón de cristal, me miró sonriéndome tiernamente y, como si anticipase su desenlace, me dijo……: si algún día me echas de menos, abre esta botella, y recuerda la alegría de este día. Seguidamente la cerró capturando el aire que tenía, por supuesto, aroma a chocolate.

Después llegó la guerra, la huida, la pena, la desolación.

No sé cómo Madame Fontaine supo que me interesaría por esta pieza, pero lo importante es que, ahora, ya está conmigo.”

Madelaine hizo entonces una señal a un corpulento hombre trajeado que la esperaba delante de un vehículo negro, que la condujo a su residencia.

Cuando llegó a su habitación recogió su cabello en un lazo morado y despejó la ventana, apartando las cortinas, cerró entonces fuerte los ojos y destapó aquel frasco pensando, y sintiéndose orgullosa de hacerlo, que cuánto no hubiese estado dispuesta a pagar por recuperar una ilusión, una emoción, un instante, un sentimiento. Cuanto no hubiese pagado, si hubiera sido posible, por volver a vivir aquel instante.

 

P.D. Nadie sabe que hubiese pasado si Madelaine no fuese rica, quizá hubiera vuelto a encontrarse con el último recuerdo feliz de su niñez, quizá no, pero en estos tiempos modernos, por los sueños, por la ilusión, por la alegría, no debiera pagarse nunca.

Alex.

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